Este artículo se publicó en la revista del Real Club de Tenis de Oviedo. Una revista que trata de aportar a sus socios puntos de vista asociativos, deportivos, sociales, y familiares. Para mi fue un placer escribir sobre lectura y educación de la lectura.
Cuando Joaquín Vallina del Corral me encargó que escribiese un artículo sobre literatura infantil, al principio lo asumí como una especie de guía de recomendaciones, como si los lectores del artículo fuesen eso, los propios niños. Pero superado ese primer tropezón que me había procurado este despiste, me di cuenta de que quien lee revistas como esta son los adultos: padres y/o abuelos con responsabilidad sobre menores en edad de crecer en todos los sentidos. Y considero muy seriamente que la intelectualidad está incluida entre esos sentidos, incluso podría añadir que es el sentido que da sentido a los demás.
Hay una queja errante de generación en generación de que los jóvenes no leen, no saben, no conocen… Hay como una especie de mantra latente entre los que tenemos la gravedad de educar a nuestros hijos -o los ajenos, como son aquellos que se dedican a la docencia-, que consume nuestra esperanza de que los niños de hoy lleguen a ser los adultos de mañana. Es por eso por lo que queremos que lleguen a ser lo mejor posible, los más preparados (aunque solo sea porque serán los que mantengan nuestras pensiones). Y a menudo me pregunto qué hacemos para que esto sea verdad.
En ocasiones he explicado la diferencia que hay entre un deseo y el querer. Cuando queremos algo, es una ambición en la que ponemos nuestro empeño, nuestro tiempo, nuestro dinero… Sin embargo el deseo como tal está más cerca de una ensoñación, un etéreo estado de hipótesis, como si nos gustara que algo fuese diferente pero que endosamos el esfuerzo a los demás. En definitiva, querer es una aspiración de algo en activo y el deseo en pasivo. ¿Por qué digo esto? Porque si hacemos examen de nuestro compromiso personal con la cultura y la intelectualización de los pequeños, seguramente daríamos otras alternativas a la cantidad de horas de televisión consumidas; quizá podríamos revisar lo que regalamos a nuestros futuros adultos en los días de navidad, en los cumpleaños, en las primeras comuniones, en los finales de curso; o sería posible regalar algo que leer en vez del videojuego de moda o el último “iphone”, tan avanzado que no lo tenemos ni nosotros mismos; podríamos también cambiar la última novedad de la factoría del cine por una buena obra de teatro y, a ser posible, mejor un clásico. Se me ocurre que en todos estos casos y muchos más, podríamos regalar el valor sagrado de un libro. Que nuestros hijos podrían vernos leer en casa. Que podríamos tener muchas más horas la televisión apagada. Que podríamos contarles a nuestros hijos qué magnífica novela estamos leyendo y lo bien que lo pasamos con ella. Que nuestras conversaciones en la mesa mientras comemos, versen sobre libros de vez en cuando y no siempre de fútbol o de la manida crisis…
Educar, lo sabemos todos, es más lo que “ellos” ven en nosotros que lo que les podemos decir. Educar es ser sutiles con nuestras “ordenes” y más directos en nuestros afectos. Educar, solo puedo concebirlo como ratos felices en familia. Educar es decir sí a lo que es sí y no a lo que es no. Educar es decirles a nuestros hijos que lean un cuento o una novela y luego hablar con ellos de los que les ha gustado, de lo que han vivido.
Si ponemos tanto de nuestra parte para llevarles al cole, a la clase extra de inglés, al partido de fútbol del sábado por la mañana, a la clase de tenis o al campamento de verano, ¿por qué no ponemos el mismo empeño en que sean cabezas cultas y corazones llenos de valores?
Los libros son ese medicamento que hay que dar cuanto antes y cuya posología está en nuestras manos, es decir: ¡nuestro ejemplo! Los libros aportan mucho más que intelectualidad, porque está demostrado que la persona que lee, es más reflexiva y observadora, que escucha más y habla mejor. Que los niños que leen habitualmente son mejores estudiantes, porque desarrollan la compresión lectora, condimento imprescindible para estudiar más y mejor. Los adolecentes lectores, normalmente están acostumbrados a que sus mejores amigos también lo sean porque si no, no sabría de qué hablar excepto de sexo, fútbol y motos, y eso lo hace cualquiera, aunque mienta. Y está demostrado que los niños y jóvenes que son lectores, el día de mañana lo serán también y sabrán distinguir en general la calidad de la cantidad de lo que la vida les ofrece. Y, como casi última de las ventajas adicionales que la lectura frecuente proporciona a las personas, es la sensibilidad y la predisposición para percibir el sentido artístico y estético de lo que les rodea.
Conclusión: leer es un esfuerzo intelectual que aporta más y en menos tiempo del que imaginamos, y que sin embargo casi nadie repara en ello.
Como último consejo, recomiendo que a los niños y adolescentes se les dirija a lecturas clásicas como una alternativa en alza de su formación interior. Los clásicos, ya saben, esas obras o autores que vienen de siglos atrás y que recogen la experiencia del ser humano, los valores íntimos, las razones de lo que somos. Virtudes como la valentía, la generosidad, el heroísmo, el patriotismo, dar sin esperar nada a cambio, el amor desinteresado… Inagotable cantera de mejoras personales que hoy son sustituidas por chucherías televisivas donde el argot y los cuerpos perfectos pretenden hacernos creer que la vida es así. Si nuestros jóvenes se acercan a lecturas clásicas, tendrán la ocasión de contrastarlas con las series actuales, pragmáticas, frías e impersonales; o esos dibujos animados cuyo fondo del mensaje, cuando no el diseño del dibujo, desdicen a menudo del buen gusto. Clásicos como Ulises y Caballo de Troya…; y también Don Quijote y Tom Sawyer y Moby Dick y El Conde de Montecristo… Hay cientos de títulos en todo tipo de ediciones (todo tipo de precios, con y sin ilustraciones), adaptadas a todas las edades. No hay escapatoria, excepto si nosotros lo dejamos ir. También en esto debemos ser responsables.
Tengamos en casa una biblioteca. No olvidemos la presencia física del libro, aunque algunos prefieran hoy leer sobre dispositivos móviles. Y a propósito de dispositivos móviles, procuren que los niños lean sobre papel, porque las sensaciones del contacto directo con el soporte natural le acercarán más a lo que leen. Y está comprobado pedagógicamente, que la retención en la memoria es mucho mejor sobre papel que sobre tabletas, aunque eso ya es otro cantar.
Leamos nosotros para poderles hacer ver que ellos también deben hacerlo.