Jhon Grisham, de casi sesenta años, era un abogado de relativo éxito. Pero tropezó para bien suyo, con la virtud de saber escribir y en 1988 debutó con su primera novela Tiempo de matar. Desde entonces ha escrito una novela por año, siempre con la trifulca, la tensión y los malos (o buenos) rollos de la policía, alguna víctima y el derecho jurídico como engrudo sucio o alumbrador de por medio. La última novela que he leído de Grisham ha sido El cliente, de corte suspense-policiaco. Este abogado escritor de éxito ha ido minando mi devoción por él como escritor, porque mi derrotero como lector suyo ha ido de un entusiasta "muy bien" a un "no vuelvo a picar".
Lo cierto es que lo primero que leí de él es su colección de relatos cortos Siete vidas, de la que devoré casi del tirón y que fui clasificando por puntuación. Todos me parecieron ágiles, incisivos, ocurrentes, con unos personajes bien medidos y creíbles. Con un planteamiento certero y un final cerrado y lógico. De los siete relatos que se compone la obra, sin duda los que más me gustaron fueron Campaña de donación, Recoged a Raymond y La habitación de Michel, pero esta selección no anula ni mucho menos a los cuatro restantes.
El estilo de Grisham en esta colección de relatos, es punzante. Usa a los personajes principales como si una especie de reflejo de cualquiera de nosotros asomara en cada historia. El alcohol, la ambición, la vejez, la mujer solitaria... Todos son un pedacito de cada uno de nosotros y quizá esto nos haga disfrutar de su lectura porque nos podemos reír de nosotros, aunque en ningún caso son narraciones cómicas, pero las envolventes de cada situación nos hacen sonrojar o irritar y esa reacción nos puede hacer sonreír en la soledad de la lectura.
Luego cayó en mis manos La granja. prometo que lo pasé bien, una historia rural con la lentitud natural del campo, los habitantes cerrados en sus costumbres y su quehacer metódico, obligados al calendario de la recolección, al tiempo atmosférico para triunfar o hundirse hasta el final. También, como no podía ser de otra forma, los personajes son creíbles. Están ajustados a sus condicionantes socio culturales y el listo es listo y el tonto es tonto, no hay doblez, aunque todos jueguen un papel definitivo en las distancias cortas para pisar al contrario y demostrar el poder en la manada. Y siendo una muy larga novela, no se me hizo pesada y disfruté con su lectura... Hasta que llegué al final que me desilusionó. Creo que la fuerza narrativa de todo lo anterior se desinfla y no es un final que esté a la altura de las circunstancias del resto de la novela.
Es cierto, muchos pensarán que la novela puede tener un final abierto, pero es que a mi me parece que lo de los finales abiertos es una salida airosa de un no saber dar con el cierre oportuno. Si un buen principio es imprescindible para seguir leyendo hasta el final, un buen final es necesario para que te deje sabor de más, y repetir con el autor.
Claro, lo que no tiene lógica es que si me llevé este chasco con La Granja, por qué me seguí empeñando con El cliente. Pues es verdad, o puede serlo al menos como una conclusión lógica. Pero para demostrar que lo ilógico puede ser razonable, me explicaré.
Confieso que Siete Vidas me cautivó tanto, y que el estilo de Grisham me impregnó definitivamente en la manera de narrar. Y después de escribir Una vuelta de tuerca, en mi novela Todos lo hicieron mal, reconozco que le debo mucho a este autor. En la línea de la trama no. No es la línea continuista de Grisham, pero la manera de decir las cosas sí. La estética de hacer metáfora también y en definitiva, cada vez que corregía o buscaba información o inspiración, recurría a las fuentes de cómo lo escribiría Jhon Grisham. Pero no me gustaría que nadie pensara que son un "copiota" que dirían en el cole, porque hablo solo de una inspiración, no de un plagio.
Así que cuando me puse a escribir la segunda parte de Todos lo hicieron mal, quise darme un nuevo atracón de este autor para desarrollar y afianzar mi estilo. Y así cayó en mis manos El cliente, creyendo que disfrutaría de ella como con las anteriores.
Pero no. Los personajes principales, el niño Mark de once años, es repelente, o repipi, que dirían nuestras abuelas. La abogada Reggie Love, con una dura carga en su vida pasada, calculadora, fría e inquebrantable, se encuentra abducida por el pequeño Mark y sin saber qué hacer con él. Una madura de cincuenta y dos años dominada por un mocoso de once... No es creíble, a no ser que estemos en otro tipo de tramas que no encajan en la narrativa de J. Grisham. Si el cahval tuviera quince años, sería otra cosa, y no rompería la base de la novela de ser un menor. Y hablando de trama, se hace pesada, tiene solución mucho antes de que lleguemos al centro de la historia, pero la sensación es que el autor no la quiere dar, o no la quiere ver, porque si no se le acabaría la historia demasiado pronto. Muy lenta y la estira lo que puede, lo que pasa que la agilidad narrativa del autor la salva en ese aspecto. En definitiva, de la historia solo valen sus personajes habituales: los polis, los malos, los jueces y los fiscales. Y el final... ¡otra vez el final! es de culebrón sensiblero muy decepcionante, de peli serie B.
En un tiempo no volveré a arriesgar con otra novela de este autor, habiendo otras obras tan buenas que leer. Además, como muchas de sus historias se han llevado al cine, prefiero invertir 120 minutos y que me lo den hecho. Aunque ya sabes, ¡no digas nunca jamás!
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