Preocuparse por las raíces no le puede ocurrir más que a alguien que las ha perdido, porque un árbol bien plantado, con raíces profundas, no se interesa por sus raíces, sino por sus frutos que ofrece al sol. Esto lo dice Fabrice Hadjadj en su último libro Puesto que todo está en vías de destrucción, al que todavía volveré a citar alguna vez más.
El modernismo que exhiben los llamados progresistas -con todas las prevenciones que me suscitan todos los sustantivos que procuran las terminaciones en “ismos”-, es un comecome que al tiempo que nace muere sin dilación, porque el empeño en ser moderno es una exigencia que algunos quieren para su vida y que requiere vivir un presente en continuo, como si el pasado no existiera y despreciaran el futuro. Ser moderno es tener actualizado el yo en cada segundo, de forma que quien no lo consigue -que es nadie- se convierte en antiguo un minuto después.
Y eso es lo que le pasa a todos aquellos que pretenden innovar en vez de renovar, que está más en la naturaleza del ser humano. La innovación es algo que sucede en la parte artificial del hombre, algo que incluso puede ser accesorio, una verdadera opción de vida (y no otras que nos quieren vender). Sin embargo, la renovación pertenece al espíritu de la intimidad, donde el ser humano decide sobre su estado y hacia dónde quiere ir, independientemente de la profesión, las nuevas tecnologías e incluso las circunstancias, porque la renovación es libertad con uno mismo.
La modernidad, o ser moderno, es cuestionar sobre todo la existencia pasada, pero sin plantearse el futuro. Así todo lo justificamos con el presente, que si no nos gusta, en seguida ya es pasado. Una acción muy a mano cuando hablamos de relativismo puro y duro, o lo que es lo mismo: modernismo puro y duro. En la misma obra de Fabrice ya citada, dice muy acertadamente: El problema de la modernidad no es tanto rechazar el Evangelio como ver evangelios por todas partes. Claro, y así todo vale que al final nada termina valiendo, un cubo de grasa saturada donde se encuentran cómodos, lejos de cualquier compromiso que les ciñan las ideas por las que vivir y con las que vivir.
Dice Nicolás Gómez Dávila en uno de sus escolios: La atomización de la sociedad deriva de la organización moderna del trabajo: donde nadie sabe concretamente para quién trabaja, ni quién concretamente trabaja para él; y tenemos que darle la razón, porque los modernistas que excluyen el capitalismo como forma de vida, aspiran a un mundo neoliberal que excluye al hombre de la sociedad. Así es lo modernista, una contradicción en sí misma, y los liberales conservadores son su acicate, que llaman con desprecio reaccionarios, y claro, con paparruchadas como estas no nos queda otra que serlo. En esta misma línea, otra vez Fabrice, acierta de pleno: …la eficacia y el progreso son criterios esenciales para una modernidad que, por medio de ellos, puede juzgarse objetivamente mejor que todo lo que la ha precedido. Y a costa del ser humano y su negación en pro de la tecnología, la economía y la eficacia. ¡Todo lo que no está en estos parámetros, no existe, o dejará de hacerlo!